La excitación del trajín
cotidiano en el que nos sumergimos durante el año, va decantando en este mes caracterizado
por los trillados balances y cierres de procesos. Fiestas de graduación y mesas
de exámenes coexisten en el calendario, mechado con horas al sol, compras navideñas
y despedidas de año. Diciembre es una avalancha.
Culminada mi rutina, me enfrento
a una dosis extra de ocio filosófico que me permite divagar por las más
extrañas ideas; pero en este vaho de serena irresponsabilidad me invade no solo
la imposibilidad de autodominio, sino también las ideas inconexas y fantásticas
en mi mente que frustran todo intento del triunfo de la lógica.
Extraño mi rutina, mi año
atareado, mis deadlines. Una idea cae en mi mente ahora, a las 2:04 a.m. del
supuesto día del fin del mundo: la atareada rutina diaria me permite
experimentar la toma de decisiones eficaces y rápidas sin necesidad de
detenerme mucho tiempo a pensar todas las consecuencias. ¡La rutina es acción!
¡Es pragmatismo! (Ojo, no mal interpretar, no me refiero a la rutina como lo
tedioso)
En mi ocio me siento libre de
responsabilidades, pero encadenada por los pensamientos irrelevantes que se
detienen en consecuencias poco oportunas e improbables. La libertad angustia,
decía Sartre. Angustia sentirse solo para tantas cosas, para casi todo. En el
ocio nadie me empuja, no hay apuros por dar el primer paso, pensás… te asustas;
lo único que tenés en mente son las metas, los finales y objetivos, pero no te detenés
en el trayecto, en la experiencia de viaje.
Pienso en una montaña rusa: ¿Vale
la pena subirse? ¿Para qué hacer la cola de horas sólo por cinco minutos de
diversión? ¿Para qué subir si se va a terminar? ¿Quién me garantiza que lo
disfrute? (Ahora, el drama) ¿Y si se rompe? ¡Que el miedo no te paralice! ¡Que las probabilidades no te estanquen!
Hegel me enseñó que existen dos
formas de viajar: una, con los ojos fijos en la meta, tomando el viaje solo
como un medio, así la vida misma termina siendo un medio, en estos casos el
objetivo prefijado nos garantiza que en un final tildemos de exitosa o frustrante
la experiencia; la otra oportunidad es considerar el viaje como un fin en sí mismo,
porque lo importante no es tener un objetivo prefijado sino reconfigurar este
mismo con cada experiencia que nos hace nuevas personas y que nos llevan más
allá de lo que hubiéramos podido pensar en el minuto de partida.
Nadie te enseña a viajar así,
porque cada viaje es uno e irrepetible, sos vos, soy yo, cada uno de nosotros. Es
el viaje en el que nos permitimos perdernos, permanecer por momentos en el
error, extraviarnos en deseos y preguntas sin respuesta, confiando en la ruta,
en el crecimiento personal a costa tanto de éxitos como de fracasos.
¿Cuántos podemos aprender del
error? ¿Cuántos se animan a reconciliarse con uno mismo? ¿Cómo hacemos para
reconocernos extraviados? Sin dudas, a mi parecer, Hegel acierta con esta
frase: “no hay más remedio que resignarse
a la largura de este camino, en el que cada momento es necesario, hay que detenerse en cada momento…” (Fenomenología
del Espíritu)
El camino no siempre es
emocionante, perdernos nos angustia y lo transitamos entonces como camino de
desesperación. Nos detenemos, pero no para abandonar, sí para pensar. Es el ínterin
en el cual nuestro GPS está “recalculando” un nuevo camino que nos lleve a
destino. Otra vez ¡Que el miedo a calles desconocidas no te paralice!
El año en su transcurso es el
viaje en montaña rusa, vértigo, ansiedad, emociones, experiencia de constante
cambio porque –por lo menos mi rutina- es desafío permanente de problemas por
resolver. Pensás y andás al mismo tiempo, los días, las semanas, los meses no
dan tiempo a detenernos. De golpe ya estamos en presencia de Diciembre… Enero…
son los momentos previos y posteriores a la montaña rusa. Pensamos en la
experiencia pasada y cómo nos hizo nuevas personas; pensamos en el futuro y
cómo poder afrontarlo desde este nuevo lugar. Miedo. ¡Alguien que me empuje
a una nueva aventura!
Julia.-
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